Última actualización 01/02/2005
Un nutrido grupo de personas se reúne junto a la puerta del santuario de Jesús Misericordioso, en el barrio bonaerense de Villa Urquiza. Como cada día 26, docenas de autobuses llegan de distintos puntos del país repletos de fieles que acuden a esta sencilla iglesia en busca de salud. Mientras esperan su turno para entrar al templo y escuchar misa, una larga cola se pierde desde la entrada lateral hasta donde alcanza la vista. Todos se dirigen al número 4591 de la calle Pedro Ignacio Rivera. Lentamente los visitantes acceden a un pasillo y bajan por unas estrechas escaleras hasta una gran sala, presidida por una imagen de Jesús, de cuyo corazón salen rayos de luz. Los fieles aún tendrán que esperar para sentarse, sorteando una larga hilera que llena el recinto.
Cuando llega el momento de ubicarse en cualquiera del medio centenar de asientos especialmente preparados, comienzan a relajarse. Aleatoriamente, sin un patrón definido, los sacerdotes y auxiliares de la misa comienzan a acercarse a los visitantes por detrás y colocan sus manos sobre la cabeza de éstos. No preguntan cuál es la enfermedad. Sólo rezan una plegaria en voz baja y piden que sane esa persona concreta, imponiendo sus manos sobre los enfermos.
De este modo, los sacerdotes de la iglesia de Jesús Misericordioso reactualizan esta práctica que Cristo transmitió a sus primeros discípulos, buscando a través de la intercesión divina el don de sanar. De hecho, repiten el gesto que recoge El Evangelio según San Mateo (16: 18) «sobre los enfermos pondrán sus manos y sanarán».
«Aquí la gente viene a pedir salud –nos explica amablemente el padre Gustavo Gallino, responsable de este santuario–. Un párroco que hubo hace un tiempo, el padre Osvaldo, fue quien empezó a orar por los enfermos a través de la imposición de manos, un gesto muy antiguo que la Biblia autoriza y que la Iglesia practica en distintos sacramentos».
En el salón ubicado en el subsuelo del santuario un grupo de sacerdotes realiza esta práctica directamente sobre los pacientes, aunque hay variantes. «Algunas personas traen las fotos de sus familiares enfermos y las colocan para que reciban la oración a través de la imposición de manos», añade el sacerdote. Pero esta iglesia ofrece a los peregrinos otras posibilidades de sanación, ya sea a través del sacramento de «Unción de los enfermos» o de la «Fuente de la Misericordia», con grifos de los cuales continuamente mana agua bendita.
Con este reclamo, la parroquia de Jesús Misericordioso es un hervidero de gente el día 26 de cada mes. «Calculamos que pasan durante todo el día unas 5.000 personas y reciben la imposición de manos alrededor de 3.000, si ese 26 cae entre la semana. Si es sábado o domingo viene más gente», nos explica el padre Gustavo. En todo caso, durante las fiestas patronales –el primer domingo después de Pascua–, el santuario triplica holgadamente el número de visitantes. Por el salón de la calle Pedro Ignacio Rivera «pasan personas de todas las edades, niños y ancianos, con enfermedades sencillas o con dolencias graves. Muchos se acercan a agradecer, ya sea porque se curaron completamente o porque mejoraron».
100.000 visitas en un día
El famoso periodista argentino Víctor Sueiro, uno de los mayores divulgadores del fenómeno de los sacerdotes sanadores en su país, dio a conocer al gran público las prácticas de curación llevadas a cabo en silencio por los sacerdotes católicos y no siempre con el beneplácito de la jerarquía eclesiástica, en su libro Curas sanadores y otros asombros. Sueiro identificó con nombres y apellidos a unos sacerdotes que durante años solo habían sido conocidos por el «boca a boca» de sus fieles, pero que pronto alcanzarían una fama insospechada, como las curaciones del padre Ángel «Chiche» Orbe, que dirige la parroquia de Cristo Rey de Mar del Plata; las de David Sutil, un cura leonés afincado en Laferrere, a las afueras de Buenos Aires; o las del salmantino Felicísimo Vicente, de la parroquia de San Justo.
A diferencia de los sacerdotes casi anónimos de Jesús Misericordioso, la gente personalizó especialmente en estos curas el don de sanación. Y los fieles, seguidores, curiosos y enfermos se acercaron a ellos creando un fenómeno de masas. Quizá uno de los más populares fue el cura rosarino Ignacio Peries, que en un solo fin de semana reunió nada menos que a 100.000 personas.
Todos ellos tienen un referente en la historia de los sanadores espirituales en Argentina: un sacerdote bajito nacido en un pequeño pueblo de Florencia (Italia) llamado Pistoia: el padre Mario Pantaleo.
Discípulo del Padre Pío
«Rece por mí, padre Mario, el miércoles me van a operar de unos nódulos en la garganta y usted sabe lo importante que es la voz para un político» le dijo a Pantaleo el ex-presidente argentino Carlos Menem. El cura puso sus manos sobre su cuello mientras susurraba una oración. «No se preocupe por nada y manténgame al tanto», le dijo al final. El día anterior a la operación, Menem ya no tenía los nódulos: habían desaparecido. Con lujo de detalles el ex-presidente argentino ofreció este testimonio durante las exequias del padre Mario, en 1992. Pero Carlos Menem era solo uno de los miles de pacientes famosos que habían pasado por las manos de este pequeño cura italiano radicado en la localidad de González Catán, en las afueras de Buenos Aires. El también ex-presidente Arturo Frondizi, la empresaria Amalia Lacroze de Fortabat, el escritor Ernesto Sábato y el historiador Félix Luna, entre muchos otros, también se beneficiaron de su intercesión por ellos.
Mario diagnosticaba primero las enfermedades utilizando un péndulo, para después realizar la imposición de manos. Pero siempre aclaraba: «Soy solamente un instrumento de Dios». Sus poco ortodoxos métodos de sanación le acarrearon problemas, no solo con sus superiores jerárquicos, sino también con las autoridades argentinas, que llegaron al extremo de acusarle de «ejercicio ilegal de la medicina», epígrafe con el que se inculpaba a los curanderos.
Siendo seminarista en su Italia natal, Mario Pantaleo conoció a otro cura no menos sorprendente, que llegó a convertirse en su confesor y amigo: el padre Pío de Pietralcina. «Tú serás como yo», le dijo el padre Pío tras reconocer la capacidad curativa del entonces seminarista Mario Pantaleo. Así lo recoge uno de sus principales biógrafos, el periodista Jorge Zicolillo. Pero el cura de Pistoia también combinaba su labor como sanador por imposición de manos con su ingente trabajo a favor de los más necesitados. En 1975, inauguró la Capilla del Cristo Caminante en González Catán. Y actualmente una fundación que lleva su nombre continúa con su trabajo social de atención a los menesterosos.
Sanar después de muerto
Mario Pantaleo falleció hace doce años, pero su obra continúa. La iglesia, el hospital y los centros de enseñanza que él puso en marcha en González Catán siguen funcionando. Allí también se encuentra la iglesia del Cristo Caminante y el mausoleo que guarda sus restos. Hasta este lugar se acercan miles de personas diariamente para agradecerle los favores concedidos en vida o para pedirle nuevas curaciones desde el más allá. Algunos guardan largas colas para rezar en su mausoleo o para tocar una mano de madera que se convirtió en icono de las nuevas sanaciones obradas post mortem. Desde el exterior, muchos rezan emocionados, o se conforman con llevarse a casa el agua de alguna de las fuentes próximas al santuario.
Al igual que su obra, las curaciones del padre Mario no se han interrumpido. Y dan testimonio de ello los cientos de agradecimientos que exhiben las paredes de la fundación. Selma Henri, una de las responsables del cuidado del legado de Mario Pantaleo en González Catán, asegura que «cada ladrillo de esta fundación representa el nombre de una persona a quien el padre atendió y curó... El padre sigue ayudándonos mucho», añade Selma.
Sin perseguir fama, ni reconocimiento, ni bienes materiales, muchos sacerdotes católicos persisten en mantener vivo este bello legado de sanación por la fe que recibieron de Jesús de Nazareth.
Cuando llega el momento de ubicarse en cualquiera del medio centenar de asientos especialmente preparados, comienzan a relajarse. Aleatoriamente, sin un patrón definido, los sacerdotes y auxiliares de la misa comienzan a acercarse a los visitantes por detrás y colocan sus manos sobre la cabeza de éstos. No preguntan cuál es la enfermedad. Sólo rezan una plegaria en voz baja y piden que sane esa persona concreta, imponiendo sus manos sobre los enfermos.
De este modo, los sacerdotes de la iglesia de Jesús Misericordioso reactualizan esta práctica que Cristo transmitió a sus primeros discípulos, buscando a través de la intercesión divina el don de sanar. De hecho, repiten el gesto que recoge El Evangelio según San Mateo (16: 18) «sobre los enfermos pondrán sus manos y sanarán».
«Aquí la gente viene a pedir salud –nos explica amablemente el padre Gustavo Gallino, responsable de este santuario–. Un párroco que hubo hace un tiempo, el padre Osvaldo, fue quien empezó a orar por los enfermos a través de la imposición de manos, un gesto muy antiguo que la Biblia autoriza y que la Iglesia practica en distintos sacramentos».
En el salón ubicado en el subsuelo del santuario un grupo de sacerdotes realiza esta práctica directamente sobre los pacientes, aunque hay variantes. «Algunas personas traen las fotos de sus familiares enfermos y las colocan para que reciban la oración a través de la imposición de manos», añade el sacerdote. Pero esta iglesia ofrece a los peregrinos otras posibilidades de sanación, ya sea a través del sacramento de «Unción de los enfermos» o de la «Fuente de la Misericordia», con grifos de los cuales continuamente mana agua bendita.
Con este reclamo, la parroquia de Jesús Misericordioso es un hervidero de gente el día 26 de cada mes. «Calculamos que pasan durante todo el día unas 5.000 personas y reciben la imposición de manos alrededor de 3.000, si ese 26 cae entre la semana. Si es sábado o domingo viene más gente», nos explica el padre Gustavo. En todo caso, durante las fiestas patronales –el primer domingo después de Pascua–, el santuario triplica holgadamente el número de visitantes. Por el salón de la calle Pedro Ignacio Rivera «pasan personas de todas las edades, niños y ancianos, con enfermedades sencillas o con dolencias graves. Muchos se acercan a agradecer, ya sea porque se curaron completamente o porque mejoraron».
100.000 visitas en un día
El famoso periodista argentino Víctor Sueiro, uno de los mayores divulgadores del fenómeno de los sacerdotes sanadores en su país, dio a conocer al gran público las prácticas de curación llevadas a cabo en silencio por los sacerdotes católicos y no siempre con el beneplácito de la jerarquía eclesiástica, en su libro Curas sanadores y otros asombros. Sueiro identificó con nombres y apellidos a unos sacerdotes que durante años solo habían sido conocidos por el «boca a boca» de sus fieles, pero que pronto alcanzarían una fama insospechada, como las curaciones del padre Ángel «Chiche» Orbe, que dirige la parroquia de Cristo Rey de Mar del Plata; las de David Sutil, un cura leonés afincado en Laferrere, a las afueras de Buenos Aires; o las del salmantino Felicísimo Vicente, de la parroquia de San Justo.
A diferencia de los sacerdotes casi anónimos de Jesús Misericordioso, la gente personalizó especialmente en estos curas el don de sanación. Y los fieles, seguidores, curiosos y enfermos se acercaron a ellos creando un fenómeno de masas. Quizá uno de los más populares fue el cura rosarino Ignacio Peries, que en un solo fin de semana reunió nada menos que a 100.000 personas.
Todos ellos tienen un referente en la historia de los sanadores espirituales en Argentina: un sacerdote bajito nacido en un pequeño pueblo de Florencia (Italia) llamado Pistoia: el padre Mario Pantaleo.
Discípulo del Padre Pío
«Rece por mí, padre Mario, el miércoles me van a operar de unos nódulos en la garganta y usted sabe lo importante que es la voz para un político» le dijo a Pantaleo el ex-presidente argentino Carlos Menem. El cura puso sus manos sobre su cuello mientras susurraba una oración. «No se preocupe por nada y manténgame al tanto», le dijo al final. El día anterior a la operación, Menem ya no tenía los nódulos: habían desaparecido. Con lujo de detalles el ex-presidente argentino ofreció este testimonio durante las exequias del padre Mario, en 1992. Pero Carlos Menem era solo uno de los miles de pacientes famosos que habían pasado por las manos de este pequeño cura italiano radicado en la localidad de González Catán, en las afueras de Buenos Aires. El también ex-presidente Arturo Frondizi, la empresaria Amalia Lacroze de Fortabat, el escritor Ernesto Sábato y el historiador Félix Luna, entre muchos otros, también se beneficiaron de su intercesión por ellos.
Mario diagnosticaba primero las enfermedades utilizando un péndulo, para después realizar la imposición de manos. Pero siempre aclaraba: «Soy solamente un instrumento de Dios». Sus poco ortodoxos métodos de sanación le acarrearon problemas, no solo con sus superiores jerárquicos, sino también con las autoridades argentinas, que llegaron al extremo de acusarle de «ejercicio ilegal de la medicina», epígrafe con el que se inculpaba a los curanderos.
Siendo seminarista en su Italia natal, Mario Pantaleo conoció a otro cura no menos sorprendente, que llegó a convertirse en su confesor y amigo: el padre Pío de Pietralcina. «Tú serás como yo», le dijo el padre Pío tras reconocer la capacidad curativa del entonces seminarista Mario Pantaleo. Así lo recoge uno de sus principales biógrafos, el periodista Jorge Zicolillo. Pero el cura de Pistoia también combinaba su labor como sanador por imposición de manos con su ingente trabajo a favor de los más necesitados. En 1975, inauguró la Capilla del Cristo Caminante en González Catán. Y actualmente una fundación que lleva su nombre continúa con su trabajo social de atención a los menesterosos.
Sanar después de muerto
Mario Pantaleo falleció hace doce años, pero su obra continúa. La iglesia, el hospital y los centros de enseñanza que él puso en marcha en González Catán siguen funcionando. Allí también se encuentra la iglesia del Cristo Caminante y el mausoleo que guarda sus restos. Hasta este lugar se acercan miles de personas diariamente para agradecerle los favores concedidos en vida o para pedirle nuevas curaciones desde el más allá. Algunos guardan largas colas para rezar en su mausoleo o para tocar una mano de madera que se convirtió en icono de las nuevas sanaciones obradas post mortem. Desde el exterior, muchos rezan emocionados, o se conforman con llevarse a casa el agua de alguna de las fuentes próximas al santuario.
Al igual que su obra, las curaciones del padre Mario no se han interrumpido. Y dan testimonio de ello los cientos de agradecimientos que exhiben las paredes de la fundación. Selma Henri, una de las responsables del cuidado del legado de Mario Pantaleo en González Catán, asegura que «cada ladrillo de esta fundación representa el nombre de una persona a quien el padre atendió y curó... El padre sigue ayudándonos mucho», añade Selma.
Sin perseguir fama, ni reconocimiento, ni bienes materiales, muchos sacerdotes católicos persisten en mantener vivo este bello legado de sanación por la fe que recibieron de Jesús de Nazareth.