NUESTRAS FUERZAS MENTALES DE PRENTICE MULFORD
Cap. XIV - ALGUNAS LEYES DE SALUD Y DE BELLEZA
Nuestros pensamientos modelan nuestra fisonomía y le dan su expresión peculiar. Nuestros pensamientos determinan las actitudes, el aspecto exterior y hasta la forma de todo nuestro cuerpo.
La ley de la belleza y la ley de la perfecta salud son una misma. Ambas dependen enteramente de nuestro estado mental, o digámoslo en otras palabras: de la clase de pensamientos e ideas que proyectamos hacia afuera y que de fuera recibimos.
La expresión de fealdad o de maldad que ofrecen muchas personas no viene sino de la inconsciente transgresión de una ley, hállese esa expresión en la juventud o en la ancianidad. Toda forma de decaimiento que aparece en el cuerpo humano, toda forma de debilidad, todo lo que en la apariencia personal de un hombre o de una mujer despierta en nosotros la repulsión, es producto del estado mental predominante en esa mujer o ese hombre.
La naturaleza ha puesto en nosotros lo que algunos llaman instinto y que nosotros llamamos la más elevada razón, pues proviene del ejercicio de unos sentidos mucho más finos y poderosos que nuestros sentidos exteriores o físicos, la cual nos lleva a despreciar todo o que es repulsivo o deforma- do, todo lo que muestra signos de decaimiento o de enfermedad. De ahí la innata tendencia que existe en la humana criatura de huir de todo lo imperfecto y de solicitar y estimar todo lo relativamente perfecto. Nuestra más elevada razón quiere substraerse a todo lo que es enfermedad o decrepitud, como huye de toda otra forma o signo de decadencia del cuerpo, exactamente del mismo modo que abandonamos una prenda de vestir sucia o rota. El cuerpo es nuestro vestido actual, como también el instrumento usado por nuestra mente y nuestro espíritu. El mismo instinto o razón que nos hace desear un cuerpo bien conformado y hermoso es el que nos lleva a desear también un traje bien confeccionado y elegante.
A nosotros y a las generaciones anteriores a nosotros, época tras época, se advirtió que era una necesidad inevitable y una ley absolutamente natural, aquí y en todos los demás pueblos y tiempos, que después de haber vivido un cierto número de años nuestro cuerpo debe envejecer y perder todos sus atractivos, y también que nuestra inteligencia se debilita a medida que vamos envejeciendo. Muchas veces habrán mis lectores oído decir que la mente no tiene poder alguno para rehacer su propio cuerpo decaído, renovándolo continuamente.
No existe ninguna ley en la naturaleza que haga necesaria siempre la vejez del cuerpo humano, como han envejecido los hombres en los tiempos pasados; antes de la invención de los ferrocarriles, podía haberse dicho igualmente que el hombre viajaría siempre en diligencia; o que, antes de inventarse el telégrafo, los pobladores de diferentes países se comunicarían siempre por correo; o que el pintor sería siempre el encargado de conservar y perpetuar con su pincel los rasgos fisonómicos del hombre, antes de haberse descubierto que el sol estampa nuestra propia imagen sobre un papel.
Todo esto es hijo de nuestra profunda ignorancia, la cual nos deja ver sólo lo que es, pero nos oculta lo que puede ser en el orden de las cosas naturales. Es un estúpido desatino mirar siempre hacia atrás, con lo poquísimo que del pasado conocemos, y decir luego que en el pasado está el imperativo índice que nos señala inequívocamente lo que habrá de ser en lo futuro.
Si este planeta ha sido lo que nos enseña la geología, vemos que en las edades primitivas fue asiento de fuerzas más bajas, más groseras, más violentas que ahora, más abundante también que ahora en formas animales y vegetales, y hasta en organizaciones humanas muy inferiores a las de ahora, no siendo las actuales formas otra que un refinamiento y un verdadero progreso de las primitivas, lo cual es un indicio y una prueba de que, como han progresado hasta aquí, progresarán también en lo futuro. Y un progreso en este sentido significa siempre un aumento de poder, como el acero es mucho más duro que el mineral de hierro de donde procede; y el hombre, entre todas las organizaciones conocidas, es el que posee mayores poderes, pero nadie sabe hasta dónde pueden llegar esos poderes.
Entre la gente pensadora de este país y de otros países, no hay duda que muchos miles de hombres se hacen en su fuero interno, secretamente, esta pregunta y otras preguntas semejantes: “¿Por qué hemos de envejecer y debilitarnos, perdiendo la fuerza y con ella lo que es la recompensa mejor de la vida, ahora precisamente que hemos adquirido la experiencia y la sabiduría que nos hacen más aptos para vivir?” La voz de las multitudes siempre es algo así como el murmullo precursor de una gran verdad. Toda aspiración o profundo deseo de las masas empieza siempre por ser una aspiración o un deseo secreto, que nadie se atreve a comunicar ni siquiera a sus amigos, por el temor del ridículo. Sin embargo, es una de las leyes de la naturaleza que toda aspiración, callada o expresada, trae el cumplimiento de la cosa deseada proporcionalmente a la intensidad del deseo y al número creciente de personas que desean aquello mismo, quienes, mediante la acción reunida de sus mentes sobre una cosa determinada, ponen en movimiento la fuerza espiritual que provee a toda verdadera necesidad, aunque no como esto último se entiende en las escuelas filosóficas más conocidas. Millones de criaturas expresaron, en silencio, generación tras generación, el deseo de obtener medios para viajar más rápidamente y para comunicarse también más rápidamente los hombres entre sí, y esto trajo la invención del vapor y del telégrafo. Otras preguntas y otras aspiraciones han de tener muy pronto entera contestación, aspiraciones y preguntas que hoy expresan calladamente las multitudes; pero en los primeros tiempos, en los primeros ensayos para contestar a esas preguntas y para hallar los medios de cumplir o realizar las cosas deseadas y que se han juzgado imposibles, se incurrirá, naturalmente, en muchas equivocaciones y estupideces, muchos desatinos y tonterías; habrá muchas quiebras y ruinas, cayendo el ridículo, como siempre, sobre los que se atrevieron a seguir nuevos caminos. Esto explica que hubiera por lo menos diez quiebras de ferrocarriles y diez explosiones de calderas en los primeros tiempos del empleo del vapor, por cada una que se cuenta hoy día. Pero cuando una verdad se pone en camino, avanza en línea recta a despecho de toda clase de equivocaciones y de ruinas, acabando por demostrarse a sí misma triunfalmente.
Disfrutamos de dos clases o categorías de edad: la edad del cuerpo y la edad de la mente. El cuerpo, en cierto sentido, no es más que un producto, una organización momentánea destinada a servir únicamente un día. Nuestra mente es un producto, una organización muy distinta, que nació hace millones de años y que en su progresivo crecimiento ha ido empleando multitud de cuerpos, y con el uso de estos muchos cuerpos ha ido creciendo y formándose, desde su primitivo origen, hasta su condición actual, con todo su poder y toda su capacidad. Desde las más rudas y groseras formas de vida, hemos llegado a ser lo que somos, pasando a través de gran número de cuerpos. De no ser así no hubiéramos podido pasar por las varias formas de vida o expresión vital tan diferentes de la que nos es propia actualmente; cada cuerpo nuevo que hemos usado, cada nueva existencia que hemos gastado, no es más que uno de los varios vestidos que llevó nuestro ente espiritual; y esto que llamamos muerte no ha sido ni es otra cosa que el abandono de este vestido, por ignorancia de los medios para mantenerlo, no sólo en buen estado, sino también para rehacerlo continuamente y darle mayor fuerza y vitalidad.
No puede decirse de un modo absoluto que somos actualmente jóvenes; nuestra juventud se refiere tan sólo al cuerpo. Nuestro espíritu es viejo, y con los poderes que ha ido reuniendo en sí mismo a través de las varias existencias vividas, posee ya la capacidad de conservar y defender la juventud, la fuerza, la agilidad del cuerpo físico. Esto puede hacer el ente mental, y de este modo conservar la propia belleza, la salud, el vigor y todas las demás cualidades que han de tornarnos atrayentes a los otros, como inconscientemente, por culpa de una equivocada dirección espiritual, podemos también usar de estos mismos poderes para hacernos a nosotros mismos repugnantes, débiles, enfermos, sin ningún atractivo. Según hagamos uso de este poder en alguna de estas dos direcciones, nos hará feos o hermosos, sanos o enfermos, atrayentes o repugnantes, todo eso con referencia a la vida propia de este planeta. Fuerza es, pues, que lleguemos, si no en ésta en alguna futura existencia, a ser absolutamente perfectos en lo físico, porque la evolución de la mente, de la cual la evolución de nuestros cuerpos no es más que una muy tosca imagen, se dirige de contínuo hacia lo mejor, lo más elevado, buscando las regiones de la serenidad absoluta, de la felicidad inmanente.
Este poder de que hablo es nuestro propio pensamiento. Todo pensamiento es una cosa tan real, aunque no la podamos ver con los ojos físicos o externos, como un árbol, una flor, un fruto. Nuestros pensamientos están continuamente moldeando nuestros músculos y ponen su forma y sus movimientos en concordancia con su carácter. Si nuestro modo mental, predominante es siempre resuelto y decidido, nuestra manera de andar será también resuelta; y si nuestros pensamientos tienen constantemente ese carácter, nuestra apariencia toda, nuestro modo de conducirnos, mostrará que si decimos una cosa la hemos de mantener. Si nuestro modo mental se caracteriza por la irresolución, apareceremos siempre ante la gente indecisos, como irresoluta será nuestra manera de andar, de presentarnos, de hacer uso de nuestro cuerpo; y esto, si dura un tiempo muy largo, deformara nuestro cuerpo, del mismo modo que, cuando escribimos muy apresuradamente, el estado premioso de nuestra mente hará que tracemos mal las letras y hasta que expresemos peor aún nuestras ideas; mientras que, si escribimos despacio y con la inteligencia tranquila, nuestra escritura será elegante y graciosa, y expresaremos también con gracia y con elegancia nuestras ideas.
Es probable que todos los días pensemos, un momento u otro, en algún aspecto o carácter especial de nuestra propia fisonomía, simpático o antipático. Si nuestros pensamientos son constantemente amables, nuestro rostro tomará una expresión amable; pero si la mayor parte del tiempo permanecemos en un estado mental rencoroso o malhumorado, esta clase de pensamientos pondrá en nuestro rostro una expresión repulsiva o antipática. Además, estos pensamientos envenenarán nuestra sangre, nos harán dispépticos y arruinarán nuestra complexión, pues en el propio laboratorio de nuestra mente habremos generado elementos tóxicos, aunque invisibles, sin contar que, a medida que formulamos esta clase de pensamientos, por la ley de la naturaleza, nos atraemos elementos-ideas de la misma clase formulados por otros hombres. Pensamos o disponemos nuestra mente en el modo de la desesperanza o de la irritación, y enseguida vienen a nosotros, en mayor o menor cantidad, elementos ideas de la misma clase formulados en aquel momento por los desesperanzados o irritados que viven en nuestra misma población o ciudad. Es como si hubiésemos cargado nuestro electroimán, que es nuestra mente, con una corriente-idea de tendencia destructora, y en seguida, por la ley que rige este fenómeno y por la propiedad del elemento idea, son atraídas todas las demás corrientes mentales de la misma naturaleza. Si pensamos en el asesinato y en el robo, en virtud de esta ley nos ponemos en espiritual correspondencia y relación con todos los asesinos y ladrones del mundo.
Nuestra mente, pues, puede hacer a nuestro cuerpo hermoso o feo, fuerte o débil, de acuerdo siempre con los pensamientos que formula y con la acción que sobre ella ejerzan los pensamientos de los demás. Si se lanza el grito de ¡Fuego! en un teatro lleno de gente, muchos de los asistentes se quedarán completamente paralizados por el miedo, y quizá eso no ha sido más que una falsa alarma. Solamente a la idea del fuego, el sentimiento del horror ha obrado sobre el cuerpo, robándoles toda energía. Con tanta fuerza ha obrado en muchos casos la idea o el modo mental del miedo, que a varias personas, bajo su acción, se les ha vuelto en pocas horas blanco el cabello.
Los pensamientos de angustia, de mal humor o de irritación, afectan perniciosamente la digestión. Un choque mental súbito, inesperado, puede hacer perder a una persona el apetito por completo o causar en su estómago una revulsión hasta obligarla a arrojar lo que ha comido. Los casos en que el daño causado al cuerpo por el miedo o cualquier otro estado mental pernicioso es tan grave y tan súbito, son relativamente escasos; pero, no menos gravedad, son a millones los cuerpos perjudicados de este modo en todo el mundo. La dispepsia puede venirnos tanto de los alimentos que comemos como de los pensamientos que tengamos mientras estamos comiendo. Podemos haber comido el pan más sano y más sabroso que haya en el mundo; pero si al comerlo nos hallamos en estado de mal humor, pondremos acidez en nuestra sangre, acidez en nuestro estómago y acidez en nuestra fisionomía. Si comemos en un estado de ansiedad mental, con la preocupación de si hemos de comer más o menos, aunque de momento pueda no causarnos perjuicio, lo cierto es que con la comida habremos absorbido elementos de angustia, de preocupación, de impaciencia, los cuales irán envenenando nuestra sangre. Por el contrario, si mientras comemos nos procuramos un estado mental sosegado y alegre, con los alimentos ingerimos también sosiego y alegría, haciendo cada vez más que estos elementos y cualidades formen parte de nosotros mismos. Y si una familia se sienta a la mesa y come silenciosamente, o se pone a comer con una especie de aire de resignación forzosa, como diciendo cada uno de sus individuos: “¡Bueno, he aquí que hemos ya de hacer lo mismo otra vez!”, o el jefe de la familia se encierra en sí mismo y no piensa más que en sus negocios o en las noticias que ha leído en los diarios de robos, asesinatos y escándalos de todas suertes, y a su vez la reina de la casa se encierra en su sombría resignación o en sus cuidados caseros, podemos afirmar que en aquel hogar, con la comida, se han ingerido también elementos mentales de inquietud, de muertes, de latrocinios y de otras substancias mórbidas que producen cierta proclividad a lo horrible y espantoso; y como resultado de todo esto, la dispepsia, en alguna de sus variadas formas, atacará más o menos tarde a quienes estuvieron sentados a la mesa, desde el uno al otro extremo.
Si la expresión habitual de una fisionomía es el mal humor, no hay duda que los pensamientos que se esconden tras esa fisionomía son de mal humor también. Si las comisuras de la boca de una persona aparecen caídas hacia abajo, significa que la mayoría de los pensamientos e ideas que salen de esos labios son de tristeza y desesperanza. Hay rostros que no incitan a la gente a trabar relación con sus dueños, y eso es debido a que el tal rostro no es sino un reflejo de los pensamientos que se esconden tras él, pensamientos que seguramente no pueden ser comunicados a los demás, y tal vez ni a sí mismos siquiera.
El estado mental predominante de la impaciencia, o sea el vicio de querer hallarse en un sitio determinado antes que el cuerpo haya tenido tiempo de ir a él, es la causa de que muchos hombres anden inclinados hacia delante, debido a que, en el modo mental indicado, nuestro espíritu, nuestro real aunque invisible YO, lo primero que arrastra con su impaciencia es naturalmente la cabeza, demostrando esto que el hábito mental que predomina en nuestra existencia es el que va conformando el cuerpo a su propio modo de ser. Un hombre que sabe contenerse nunca tiene impaciencia, pues acierta siempre en el modo de reprimir o retener sus propios pensamientos, su poder, el impulso de su espíritu, sobre todo en el momento en que el espíritu ha de hacer uso del cuerpo, que es su instrumento natural. Del mismo modo que la mujer que tiene la costumbre de dominarse, aparecerá en todos sus movimientos siempre graciosa, por la razón de que su espíritu tiene el completo dominio de sí mismo y manda como quiere en su propio cuerpo, sin impacientase por llegar a ningún sitio ni para alcanzar lo que está tal vez a gran distancia de su cuerpo.
Cuando estamos elaborando un plan para llevar adelante algún proyecto, o negocio, o empresa, en verdad estamos construyendo algo con los invisibles elementos de nuestro espíritu, que no por ser invisibles dejan de ser tan reales como lo es una máquina o artefacto de hierro o de madera. Apenas estos planes o propósitos son iniciados, empiezan a atraernos toda clase de elementos invisibles para facilitarnos su exteriorización y poderlos convertir en substancia visible o física. Cuando tememos alguna desgracia o vivimos con el miedo de que nos ha de suceder algo malo, también damos lugar a la atracción de elementos invisibles, de elementos espirituales, pero de calidad inferior, poniendo en juego la misma ley exactamente, la cual en este caso nos trae tan sólo elementos destructores, de conformidad siempre con los elementos ideas emitidos por nuestra mente. La ley del triunfo es la misma ley de la derrota, según como se haga uso de la misma; la fuerza que desarrolla el brazo de un hombre lo mismo puede arrancar a otro de un peligro que hundir un puñal en su corazón. Cuando pensamos algo que está dentro de lo posible, en realidad estamos construyendo la cosa aquella, la cual nos traerá fuerzas y elementos que nos ayudarán o nos perjudicarán, de conformidad con el carácter de los pensamientos que hemos emitido.
Si pensamos siempre en que nos hemos de hacer viejos y mantenemos fija en la mente la imagen de nuestra propia ancianidad y decrepitud, con toda seguridad envejeceremos rápidamente, de manera que nos habremos hecho viejos nosotros mismos. Si incesantemente nos vemos a nosotros mismos sin ayuda de nadie y desvalidos, no hay duda que esta imagen nos atraerá elementos mentales que nos harán a la postre débiles, sin ayuda y decrépitos. Si, por el contrario, nos formamos de nosotros mismos un concepto totalmente distinto, mirándonos siempre bellos y fuertes, sanos y alegres, manteniendo con persistencia la imagen de todo esto en la mente, y, alejando toda idea de decrepitud, no queremos tampoco creer en lo que dice la gente acerca de que necesariamente hemos de envejecer, no vendrá nunca la ancianidad para nosotros. Ya que sólo envejecemos porque creemos que ha de ser forzosamente tal como opina la mayoría de la gente.
Si nos formamos mentalmente un ideal de nosotros mismos sano, fuerte y bello, con los invisibles elementos que este ideal nos atrae, aumentamos nuestra salud, nuestra fuerza y la belleza de nuestro cuerpo. De manera que nuestra mente podemos convertirla en un verdadero imán con el cual nos atraigamos, según sean nuestros pensamientos, salud o enfermedad, debilidad o fuerza. Si gustamos de pensar siempre en las cosas verdaderamente fuertes que la naturaleza encierra, como las montañas de granito o las encrespadas olas del mar, en las más furiosas tempestades, atraemos sobre nosotros los elementos de fuerza que ellas contienen.
Si formamos hoy pensamientos de salud y de fuerza, y mañana desesperanzados los abandonamos, no por eso quedará destruido lo que espiritualmente hubiésemos ya construido con ellos, pues la cantidad de elementos constructores que se han adicionado a nuestro espíritu ya no los perderemos jamás. Con tales desalientos lo que hacemos es atraernos elementos de debilidad que detienen o paralizan la construcción de nuestra sana estructura, pues aunque el espíritu se ha fortalecido con la adicción de elementos sanos, no es suficientemente fuerte para devolver al cuerpo la fuerza que le habremos quitado con nuestras ideas de debilidad o desaliento.
Formular constantemente pensamientos de salud e imaginarnos a nosotros mismos idealmente sanos, fuertes y bellos es la piedra angular de nuestra salud y nuestra belleza. Aquello que pensamos con mayor persistencia es siempre aquello que somos y lo que hacemos. Como decir, es verdad que no se dice nada; pero el que está tendido en su lecho de enfermo no suele pensar nunca: Yo estoy fuerte, sino que, por el contrario, se dice casi siempre: Estoy muy débil. El hombre dispéptico no piensa jamás: Tengo un buen estómago, sino que domina constantemente su cerebro esta idea: No puedo digerir nada, y efectivamente no puede, debido en realidad a la persistencia de esta idea.
En verdad que tiene el hombre grandes aptitudes para creer en sí mismo y para mantener en su cuerpo toda clase de enfermedades, y aun muchas veces se sirve inconscientemente de ellas para despertar en los demás simpatía y cariño; pero esto es muy pernicioso. Tratemos ya el cuerpo como es debido y, juntando nuestra fuerza mental con la fuerza mental de otros, digamos: ¡Salga la enfermedad de mi cuerpo!, y no dudemos que los elementos de debilidad que se alberguen en él desaparecerán de nuestro cuerpo. Satanás abandonaba el cuerpo de los hombres cuando imperiosamente se lo ordenaba el hijo de Nazaret. Y todas las enfermedades que padecemos no son otra cosa que formas distintas de Satanás, las cuales se crían y crecen en nosotros. El vigor y la salud se cogen del mismo modo que se coge una enfermedad cualquiera.
No son pocas, ciertamente, las personas que darían quizás una parte de su vida para poseer otra vez la flexibilidad muscular y la agilidad de un muchacho de doce años, a fin de poder correr, saltar y trepar por los árboles, pues sería su mejor gusto hacer todas esas cosas. Si se pudiesen fabricar y vender piernas y brazos con toda la agilidad de la primera infancia, no hay duda que los pedirían con afán todos esos hombres y mujeres robustos, pero cuya extraordinaria gordura apenas les permite moverse. No se comprende cómo ha podido la humanidad resignarse, sin más que una débil protesta, a que el hombre fuese adquiriendo, según envejecía, mayor pesadez y mayor torpeza en sus movimientos, vi- viendo en las peores condiciones lo menos la mitad de su vida. El hombre ha llegado a transigir y avenirse con esa falta de movimiento, con esa inercia, y le ha dado el nombre de dignidad. De consiguiente, un hombre, un padre, un ciudadano, uno de esos pilares del Estado, se ha convenido que no está bien que corra y salte como un muchacho; pero en realidad es porque no puede. Lo que ahora hacemos no es otra cosa que pretender disimular nuestros defectos, y aun al ver que nos atan por todos lados, decimos: “Esto ha de ser así, no puede ser de ningún otro modo”. Y hasta muchas veces hacemos lo posible para apresurar la ruina de un órgano sano, como el joven presumido que, teniendo buena vista, usa lentes.
Existen infinidad de posibilidades que ignoramos en la naturaleza, en los elementos, en el hombre y fuera del hombre; y estas posibilidades se descubren tan pronto como el hombre conoce la manera de hacer uso de estas fuerzas sobre la naturaleza y sobre sí mismo. Estas posibilidades y los milagros son exactamente una misma cosa.
La maravilla del teléfono surgiendo súbitamente en medio de las gentes de dos siglos atrás, hubiera sido calificada de milagro, y sin duda hubiera llevado a la cárcel o a la hoguera a la persona que usara el aparato. Todas las manifestaciones no corrientes y bien conocidas de los grandes poderes de la naturaleza eran entonces atribuídas al diablo, y es que realmente los hombres de aquellos tiempos participaban más que nosotros de la naturaleza del diablo, o sea de los elementos inferiores, los cuales, según ya tengo dicho, han ido continuamente progresando y afinándose, en la expresión más elevada del pensamiento, para el mayor placer y la mayor comodidad del hombre.
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