Por Carmelo Ruiz Marrero
“La soberanía alimentaria es el derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sostenible y ecológica, y su derecho a decidir su propio sistema alimentario y productivo. Esto pone a aquellos que producen, distribuyen y consumen alimentos en el corazón de los sistemas y políticas alimentarias por encima de las exigencias de los mercados y de las empresas. Defiende los intereses de, e incluye a, las futuras generaciones. Nos ofrece una estrategia para resistir y desmantelar el comercio libre y corporativo y el régimen alimentario actual, y para encauzar los sistemas alimentarios, agrícolas, pastoriles y de pesca para que pasen a estar gestionados por los productores y productoras locales”. (Tomado de la Declaración de Nyéléni, 2007).
El concepto de soberanía alimentaria surgió en la década de los 90 del seno de la Vía Campesina, un movimiento internacional de campesinos y campesinas, pequeños y medianos productores, mujeres rurales, indígenas, gente sin tierra, jóvenes rurales y trabajadores agrícolas. Fundado en 1993, lo componen organizaciones de 56 países de Asia, África, Europa y el hemisferio americano.
Era una década en que las izquierdas estaban en repliegue; el capitalismo celebraba con aires de triunfalismo los albores de la posguerra fría; el neoliberalismo campeaba por su respeto, imponiéndose como discurso único; y parecía que todos los gobiernos del mundo estaban empeñados en hacer trizas el pacto social y reorganizar sus economías mediante privatizaciones a mansalva, tratados de libre comercio como el Nafta y la creación de la Organización Mundial del Comercio.
Las agriculturas nacionales y economías rurales estaban siendo devastadas no sólo por políticas de libre comercio que favorecían el agronegocio transnacional, y por nefastos planes de ajuste estructural impuestos por las llamadas instituciones de Bretton Woods (Banco Mundial, FMI, etc.), sino que también se asomaba la amenaza de megaempresas agroquímicas ahora transformadas en gigantes corporativos de las llamadas “ciencias de la vida”, bonito nombre para el negocio de la biotecnología agrícola.
La introducción de cultivos transgénicos –también llamados genéticamente alterados o genéticamente modificados o por su acrónimo en español y francés, OGM– sin ninguna evaluación de impacto ambiental o debate público traía consigo preocupaciones sobre sus posibles impactos sobre la salud humana y sobre la privatización de la vida mediante patentes sobre semillas. Con la espectacular concentración del negocio de la semilla en las manos de un pequeño puñado de transnacionales de biotecnología, surgía el espectro del control corporativo sobre la semilla –y por lo tanto sobre toda la agricultura y alimentación humana– y la criminalización de la práctica agrícola milenaria de intercambiar y compartir semilla entre agricultores.
En esos años la pequeña agricultura familiar había sido sentenciada al silencio y al olvido por los gobiernos y los foros internacionales. Hasta amplios sectores intelectuales, progresistas y ambientalistas parecían haber decretado, mediante su silencio, que esa agricultura era algo del pasado, indigna de ser mencionada en sus muy serios debates y meditaciones sobre los grandes problemas que enfrentaba el mundo. Pero los hombres y mujeres que forjaron el concepto de soberanía alimentaria no aceptaron la sentencia y se dispusieron a demostrar, mediante su práctica agrícola consecuente y activismo político a nivel local e internacional, que la pequeña producción agrícola familiar, arraigada en fuentes de sabiduría antigua, respetuosa del ambiente y orientada a las necesidades y mercados locales, no solamente es viable, sino indispensable para afrontar la crisis ambiental global y construir un frente efectivo en contra del neoliberalismo, la desregulación de los mercados y el control de las transnacionales.
La propuesta de soberanía alimentaria no surge de una pequeña cofradía de intelectuales que conversaron en una torre de marfil ni se formuló “a lo loco” en el calor de un momento de apasionamiento. Fue resultado de uno de los procesos de pensamiento colectivo más democráticos, inclusivos y sosegados en historia reciente. Ejemplo de esto fue la actividad que llevó a cabo la Vía Campesina en una aldea africana en 2007.
En febrero de ese año, más de 500 representantes de más de 80 países de organizaciones de campesinos y agricultores familiares, pescadores artesanales, pueblos indígenas, gente sin tierras, trabajadores rurales, emigrantes, pastores, comunidades forestales, mujeres, juventud, consumidores y movimientos ambientalistas y urbanos se reunieron en la aldea de Sélingué, Mali, para participar en el Foro Mundial por la Soberanía Alimentaria. Tras varios días de foros, diálogos y deliberaciones, redactaron la Declaración de Nyéléni.
Dice la declaración:
“La soberanía alimentaria da prioridad a las economías locales y a los mercados locales y nacionales, y otorga el poder a los campesinos y a la agricultura familiar, la pesca artesanal y el pastoreo tradicional, y coloca la producción alimentaria, la distribución y el consumo sobre la base de la sostenibilidad medioambiental, social y económica. La soberanía alimentaria promueve el comercio transparente, que garantiza ingresos dignos para todos los pueblos y los derechos de los consumidores para controlar su propia alimentación y nutrición. Garantiza que los derechos de acceso y a la gestión de nuestra tierra, de nuestros territorios, nuestras aguas, nuestras semillas, nuestro ganado y la biodiversidad, estén en manos de aquellos que producimos los alimentos. La soberanía alimentaria supone nuevas relaciones sociales libres de opresión y desigualdades entre los hombres y mujeres, pueblos, grupos raciales, clases sociales y generaciones.”
Es gracias al activismo y presión de las organizaciones afiliadas a Vía Campesina que la soberanía alimentaria se debate en los niveles más altos de los gobiernos de Ecuador, Bolivia, Venezuela y Nepal –y también desempeñaron un papel decisivo en la exitosa lucha en contra del establecimiento del Área de Libre Comercio de las Américas. Ha estado, además, a la vanguardia mundial de la oposición a la introducción de transgénicos, en especial las semillas suicidas, conocidas como Terminator, y ayudó a desbancar y deslegitimar el programa de reforma agraria de libre mercado que proponía el Banco Mundial. Y ante desafíos globales como la crisis alimentaria y el cambio climático, la Vía Campesina ha proporcionado análisis acertados y propuestas innovadoras.
La soberanía alimentaria no es sueño ni propuesta utópica. Es real y se está poniendo en práctica ya.
Fuente: http://www.alainet.org/active/54896
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