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domingo, 25 de marzo de 2012

La Ciencia como Religión


por Marcelo Rodríguez 1 Comentario
Categorías: Malestar pasajero: lecturas
Tags: bioética, biología, epistemología, evolución, filosofía, genética, ideologías, mercado, sociedad, tecnociencia, terapias altrnativas


Finalmente después de cuatro años enconré publicado por la gente de Le Monde Diplomatique el fenomenal artículo del francés Jacgues Testart “La ciencia como religión”, que reproduzco íntegro, con referencias y todo, por si las moscas ya que es una pieza de lectura imprescindible para aquellos a los que les interese el problema de la ciencia y su lugar en esta sociedad.

El 15 de noviembre [de 2005, N.d.E.] el dirigente agrario José Bové fue condenado a cuatro meses de prisión efectiva por haber segado plantaciones de maíz transgénico. Los “segadores” ¿no expresan acaso una duda razonable frente a una actividad de consecuencias mal evaluadas? Una suerte de “fe” en el progreso científico impide todo debate público sobre las orientaciones de la investigación. Batalla de la razón contra el dogmatismo.

La Ciencia como Religión

Por Jacgues Testart

Las religiones incidieron ampliamente en la historia de las ciencias, rechazando los avances del pensamiento que contradijeran sus dogmas. Si se trata esencialmente de la religión católica, ¿no es sólo porque ésta imperaba en el momento en que irrumpía la ciencia moderna? ¿Qué otro poder que no fuera la Santa Inquisición hubiera tenido los medios para amordazar a Galileo y quemar en la hoguera a Giordano Bruno 1?. Afortunadamente, en los países industrializados el desarrollo científico estuvo acompañado por el de la democracia y Charles Darwin quedó a salvo.

Sin embargo, si bien las religiones ya no tienen el poder de eliminar a los sabios impíos y las teorías sacrílegas, suelen refugiarse en las prohibiciones impuestas a sus feligreses o incluso a poblaciones enteras. Así, en numerosos Estados de Estados Unidos, la Iglesia reformada aún exige que no se privilegie la enseñanza de la teoría de la evolución respecto del relato bíblico 2. Así, la enseñanza de la física omite la teoría del big bang en numerosos países donde la religión musulmana es oficial. Así, la Iglesia católica sigue oponiéndose en todas partes a la anticoncepción o a la procreación asistida. Y no podría soslayarse el hecho de que el islam o el judaísmo persisten en establecer normas obligatorias, en particular alimentarias, cuyos fundamentos carecen de toda justificación racional.

Ciencia y poder político

Pero la historia del lysenkismo 3 y la seudo herencia de los caracteres adquiridos en la URSS muestra que las religiones no son los únicos poderes que reivindican el control de la ciencia y sus producciones. De hecho, toda potencia instituida procura ya sea negar, ya sea instrumentalizar la ciencia, tal es la influencia que ésta ejerce en la vida espiritual y material de los ciudadanos. Es lo que sucede con el “socialismo científico”, asimismo con las “comisiones científicas” de que se dotan la mayoría de los partidos políticos.

Los poderes políticos europeos optaron por reconocer en la ciencia la fuente privilegiada de las verdades y las riquezas desde que la proclamación de los Estados laicos emancipó el conocimiento y el control del mundo de la asfixiante tutela de las ideologías irracionales. Pero esto no implica automáticamente que la ciencia se haya vuelto objetiva y universal. Prueba de ello es la “psico-rigidez” que mostraron estos últimos años los notables de la institución científica en relación con las escasas propuestas revolucionarias que emanan de los investigadores. Como, por ejemplo, respecto de la teoría hasta hoy no demostrada de Jacques Benveniste sobre “la memoria del agua” 4, o la de Stanley B. Prusiner sobre los priones, por la que recibió el Premio Nobel.

¿Acaso no es parte de una ideología, incluso de una ideología religiosa, institucionalizar las verdades del momento como inmutables, hacer que las defiendan sacerdotes intocables, guardianes del Gran Libro de la Ciencia, y rechazar violentamente toda idea nueva si obliga a corregir los dogmas que constituyen los antiguos paradigmas? El economista Serge Latouche señala que el progreso es una representación “auto-evidente” y que entonces “su surgimiento sólo puede describirse como forma del triunfo de una verdad luminosa eterna, ya existente pero escondida y bloqueada por las tinieblas” 5.

Esto no impide que el estado de la ciencia sea insuficiente para explicar puntualmente situaciones complejas y prever su desenlace. El llamado análisis “científico” de las situaciones de riesgo demuestra la incertidumbre de las previsiones más perentorias, ya que las conclusiones de los especialistas se califican de “optimistas” o “pesimistas”, en lugar de “verdaderas” o “falsas”. El retorno de lo subjetivo viene así a clausurar la objetividad proclamada del método científico.

Los optimistas se valen de un argumento irrefutable: lo peor no está demostrado mientras no haya sucedido (y si se trata realmente de lo peor, no será demostrable después, a falta de analistas…). Pero esta opción no debiera autorizar, por ejemplo, a negar el efecto que tienen las actividades humanas sobre los cambios climáticos; a lo sumo esperar que la temperatura media aumente dos grados en vez de cinco o seis en el transcurso de este siglo, situación que obligaría sin embargo a tomar las mismas medidas de precaución que la opción “pesimista”. Lo mismo ocurre con la diseminación de los transgénicos en la naturaleza o la polución radiactiva generada por la industria nuclear: el objeto de debate no debieran ser estos fenómenos, razonablemente ineluctables, sino solamente el tiempo que falta para que se vuelvan insoportables. Entonces, lo que disimula finalmente la discriminación entre optimismo y pesimismo es la fe. La fe que permite a los optimistas creer que lo peor no puede suceder, porque se encontrará una respuesta aún inimaginable.

En el mundo incierto que hemos construido, el optimismo no debería considerarse un valor positivo, sino apenas un resabio pueril de la creencia que permite justificar la política del avestruz para ocultar una actitud suicida. La distancia que va del optimismo al pesimismo en materia de devenir tecnológico y previsión de catástrofes mide la incompetencia de las evaluaciones y la incertidumbre definitiva (pero creciente) a la que estamos condenados.

Porque el científico, sometido al catecismo de la tecnociencia, suele optar por la profecía antes que por el rigor. La Academia de Ciencias, la mayor instancia francesa en la materia, se ha equivocado por optimista respecto de todos los riesgos de daño a la salud durante los últimos veinte años: el amianto, la dioxina, la vaca loca, para no hablar de las plantas genéticamente modificadas (PGM). En cada oportunidad, la Academia alabó la innovación y condenó el oscurantismo, proclamando que no puede detenerse el progreso de la ciencia.

Dimensión ideológica

Ahora bien, el “progreso de la ciencia” no es necesariamente el progreso humano, salvo que se acepte que nuestro destino sea regulado por los intereses de la industria y la Bolsa. Tras el escandaloso informe sobre las PGM 6, la asociación ATTAC reclamó sin éxito un debate parlamentario sobre los eventuales conflictos de intereses en la Academia, pero los embrujos de los académicos contra “el oscurantismo”, en ausencia de verdaderos argumentos científicos, muestran que también se trata de conflictos ideológicos. ¿Acaso es el ingreso de la ciencia al mercado lo que provocó su dogmatismo misionario, o al revés? Cuando la tecnociencia se convierte con total impunidad en fuente de artificios potencialmente peligrosos, su eficacia revela y consolida la dimensión ideológica de la actividad científica: la creencia se erige entonces en conocimiento exacto y profundo. No resulta pues exagerado considerar que algunos aspectos de la ciencia remiten a una actitud religiosa, lo que no se condice con la racionalidad que reivindica 7.

Según el credo de la ciencia oficial, que puede calificarse de mágico e incluso místico, todo se explicará tarde o temprano y esta explicación abarcará la realidad entera, dado que todas las zonas de sombra y las contradicciones son pasibles de superación. Desde este punto de vista, se observará el lugar privilegiado que ocupan los científicos que creen en Dios en esta creencia en la ciencia todopoderosa. Éstos se ubican entre los más devotos al cientificismo, como para hacerse perdonar su intimidad con lo irracional. O entonces, ¿es su mentalidad inamovible de creyentes la que los lleva a adorar lo religioso que perciben en la ciencia si la creen todopoderosa?

El cientificismo puede incluso ir en auxilio de la religión, como cuando el futuro papa Benedicto XVI declaraba, en 2000, para “hacer científica” su concepción del hombre: “Según mis conocimientos de biología, una persona trae consigo, desde el comienzo, el programa completo del ser humano, que luego se desarrolla…” 8. Al considerar el genoma como programa más que como información, el cardenal Ratzinger avala la ciencia genética más obtusa, sin preocuparse por el lugar de la libertad… o del alma.

Mientras “se incendia la casa” 9, las cosas pueden seguir agravándose estigmatizando a los “oscurantistas”, aquellos que en nombre de un principio de precaución “timorato” desean controlar los desarrollos de la tecnociencia. El control político de un supuesto control técnico se encuentra justificado por el hecho de que, tal como lo señala Paul Virilio, la tecnociencia es un desvío mayor del saber.

Cada vez que se advierten los riesgos generados por la tecnociencia, una afirmación acaba con cualquier veleidad de inteligencia: “No hay alternativa”, lo que hace suponer que la humanidad no sería libre de su destino. Cuando, en nombre de los “intereses propios de la ciencia”, los más altos responsables de la investigación se muestran hostiles al principio de precaución, hacen que se crea en actividades humanas cuyo interés sería superior al de los propios humanos. A quienes imaginan que el reactor nuclear ITER o las PGM demuestran que estamos en la época del control, cabe oponerles que tales artificios, cuyas promesas están siempre por cumplirse, se inscriben por el contrario en la vieja utopía 10.

Y es indudablemente la mística del progreso y la creencia en una “providencia laica” las que permiten obstinarse con buena conciencia a quienes encuentran allí interés y, a los demás, no resistírseles realmente: la gente sufre lo absurdo de las decisiones, o de la ausencia de decisiones, porque quiere creer que el progreso es necesariamente bueno; que lo peor nunca es cierto; que se descubrirán soluciones; que “la ciencia siempre encuentra el modo de reparar sus errores”, etc. Semejante disposición a la creencia ya sólo rige para la ciencia, en una trágica negación del triunfo anunciado del rigor gracias al conocimiento científico.

Fetichismo del progreso

Junto a la preocupación criminal de apoyar la competitividad (de las empresas, los laboratorios, la región, el Estado…), corriendo más rápido que el vecino hacia el precipicio común, una razón menos trivial pero igualmente miserable explica la pasividad de las poblaciones: la humanidad no puede perder allí donde afirma el progreso tecnológico. Se trata de una concepción mágica de la evolución, que lleva a creer que, entre las especies animales, la nuestra sería la única capaz de cambiar el mundo (lo que es cierto), pero también de controlar los cambios que genera (lo que queda por demostrarse). El hombre no sólo sería hasta ahora la bestia más eficaz, sino la criatura más lograda de su supuesto arquitecto, lo que no es más que una concepción religiosa del mundo.

Tal vez sea en el campo de la genética donde más se manifiesta esta creencia. Según dos sociólogos estadounidenses, “Así como la noción de alma en el seno del cristianismo proporcionó el concepto arquetípico que permite comprender a la persona y la persistencia del yo, el ADN cobra en la cultura de masas la apariencia de una entidad semejante al alma, o bien de un objeto de adoración, santo e inmortal, o incluso de un terreno prohibido” 11. En consecuencia, los campos de aplicación de los conocimientos genéticos son en sí mismos lugares de mistificación, tanto para la terapia genética como para las PGM.

Así, el Téléthon puede recaudar en un día 100 millones de euros (lo que equivale al presupuesto anual para el funcionamiento de la investigación médica francesa) haciendo creer que la cura de las miopatías es sólo una cuestión de recursos financieros 12. En cuanto al cultivo de PGM, que presenta riesgos aún poco estudiados para el medioambiente, la salud pública o la economía y no aporta hasta el momento ninguna ventaja para los consumidores, se impone a las sociedades humanas con el pretexto de que sus ventajas llegarán ineluctablemente.

Esta apuesta al “va a funcionar” proviene de una actitud cuya conclusión, necesariamente optimista, precede a la demostración, es decir, de una actitud no científica. En 2000, el primer ministro socialista Lionel Jospin declaraba, a propósito de las células-madre embrionarias: “Gracias a las células de la esperanza (…) los niños inmóviles podrán desplazarse por fin, hombres y mujeres quebrados podrán por fin incorporarse…” 13. ¿Y por qué no multiplicar el pan? La creencia en semejantes milagros justificaría incluso que se omitiera la demostración previa de factibilidad e inocuidad gracias al experimento con animales. Se podría demostrar que los desarrollos de la industria nuclear o las nanotecnologías, por ejemplo, escapan también tanto al rigor científico como a la democratización de las decisiones de la sociedad.

¿Cómo justificar que en bioética no existan principios (ni siquiera referencias en los sueños o los valores) contrariamente a lo sucedido, por ejemplo, respecto de los derechos humanos? ¿Por qué una prohibición definitiva de la esclavitud y sólo medidas provisorias (o absolutamente nada) contra la artificialización de lo humano, o contra el eugenismo consensuado? Si se admite que toda regla bioética será revisada por el conocimiento técnico, la ética no es más que una moraleja del destino. Porque canta el credo de progresos milagrosos e ilimitados, la ética utilitarista termina siempre venciendo a las reticencias.

Michel Onfray, filósofo autoproclamado portavoz del ateísmo, se propone apoyar “todo aquello que, de cerca o de lejos, contribuye al ajuste de las técnicas indispensables para la activación de la medicina posmoderna: ectogénesis, clonación, elección del sexo, transgenia” 14. Se opone de esta manera a “la opción tecnófoba” arguyendo que “la ciencia como tal es neutra”. Para llegar a esta certeza, necesita sin embargo afirmar mentiras (“la energía nuclear nunca causó ningún muerto…”, excepto Hiroshima y otros errores que sólo podrían atribuirse al “delirio militar”) y equivocarse groseramente como en la sucesión de las dos proposiciones siguientes donde la hipótesis se vuelve certeza: “La revolución transgénica permite encarar nuevas formas de atención médica: gracias a la medicina preventiva, evitarán el surgimiento de enfermedades…”.

Un nuevo santo

La fascinación tecnófila puede proporcionar sustitutos fáciles a los mitos que se cree combatir. Entonces, y cada vez más, una bioética de inspiración cientificista elude la etapa de elaboración de principios, porque correrían el riesgo de establecer una sustitución contraria a la dinámica competitiva. Entonces, la bioética se vuelve soluble en el tiempo, como ya lo es en el espacio (de ahí el “turismo médico”) y en la casuística (se cede progresivamente, desde una concesión motivada hasta la generalización de una práctica). Es la creencia en el advenimiento de un mundo necesariamente mejor gracias a la ciencia lo que impide interrogarse para definir este humanismo laico del que carece la bioética. Decir que “la ciencia va más rápido que la ética” significa en realidad que la tecnociencia toma la delantera y domina las decisiones de la sociedad.

La ciencia no es esa construcción exclusivamente racional que se ha idealizado, imaginería que la protege de las incursiones de la crítica. Herramienta forjada por el hombre, la tecnociencia demuestra su capacidad y sus carencias, y sólo es funcional a la liberación de la especie si se sabe contener su desmesura. En ocasión del Congreso Nacional de la Investigación de enero de 1982, el ministro de Investigación, Jean-Pierre Chevènement, propuso “tomar distancia de algunos prejuicios contra la ciencia y la tecnología, mantener a raya a los movimientos anticiencia”… Y englobaba bajo este último término tanto a los cartománticos como a los ecologistas. Ahora bien, veinte años más tarde, las preocupaciones ecologistas se encuentran validadas y son objeto de informes alarmantes por parte de la ciencia oficial. Sin embargo, el cientificismo resiste: en la Cumbre de Río (1992) sobre “desarrollo sustentable”, científicos eminentes, muchos de ellos premios Nobel, lanzaron “el Manifiesto de Heidelberg” contra “el surgimiento de una ideología irracional que se opone al progreso científico e industrial y afecta el desarrollo económico y social”…

El interés de los industriales y numerosos investigadores es perfeccionar y difundir innovaciones susceptibles de ocupar partes de mercado. Esta motivación competitiva explica ampliamente la mutación de la ciencia en tecnociencia. Pero habría podido esperarse una resistencia de los ciudadanos cuando la ciencia, fuerza de emancipación, deriva así en la producción de artificios, muchos de los cuales plantean problemas más importantes que los que resuelven.

Tal como lo ha señalado el historiador y sociólogo Jacques Ellul, “las leyes de la ciencia y la técnica están por encima de las del Estado, privando entonces de su poder al pueblo y sus representantes”15. De hecho, el cientificismo no es patrimonio de los científicos, sino una ideología ampliamente compartida en la sociedad, sobre todo desde que la necesidad de creencia carece de propuestas creíbles en el campo de la religión o la política. La promesa mística del paraíso y la militante de un futuro radiante se agotaron mientras avanzaba el progreso con la nueva sotana de la racionalidad.

Al no haber otros santos a quienes consagrarse, los ciudadanos modernos están a la expectativa de las producciones de la tecnociencia, sin siquiera imaginar que podrían exigir tener decisión sobre aquello que los investigadores perfeccionarán en su nombre. Es el primer paso a dar: ya que existe la tecnociencia, es necesario atreverse a pensar que se la puede democratizar, como cualquier actividad humana (transparencia, debate público, contrapruebas, racionalidad de las decisiones, etc….) 16. Tal como señala el físico Jean-Marc Levy-Leblond, “si en el pasado la Iglesia condenó a Galileo, ya no tiene que temer ahora de sus sucesores más que cierta competencia… Reconozcamos que una nueva laicización de nuestra relación con el saber debería permitir tomar cierta distancia respecto de todos los dogmatismos de hoy” 17.

Laicización de la tecnociencia

El laicismo es el “principio de separación entre la sociedad civil y la sociedad religiosa, según el cual el Estado no ejerce ningún poder religioso y las Iglesias ningún poder político” (es curioso comprobar que el diccionario Robert ilustra esta definición con una cita de Ernest Renan, seminarista devenido cientificista a ultranza…). Si convenimos en identificar en la ciencia un “sistema de creencias y prácticas que implica relaciones con un principio superior, y propio de un grupo social” (definición, en el diccionario Robert, de la palabra “religión”), se entiende mejor la propuesta de Levy-Leblond respecto de una “laicización de nuestra relación con el saber”.

Últimamente Bertrand Hervieu, ex presidente del Instituto Nacional de Investigación Agronómica (INRA), declaraba que “el proceso de desacralización, el fin de los absolutos trascendentales y el camino de la reconstrucción de la ciencia en una sociedad democrática y laica no se concretaron” 18. En esta dirección, cabe exigir a los investigadores una actitud más humilde y preocupada por el bien público. Es lo que habíamos propuesto con el manifiesto “Controlar la Ciencia” 19, y es también el sentido del “Juramento de los sabios” propuesto por Michel Serres en 1997. Pero así como el laicismo no se impuso sólo poniendo en vereda a los eclesiásticos, la desacralización de la ciencia no depende sólo de la actitud de los investigadores.

Aquí y allá, la palabra clave es democracia. Jacques Ellul evocaba el totalitarismo de la técnica que nos hace entrar en una lógica “tecnófaga” de la que ya no se puede salir, y temía que una dictadura mundial termine siendo “el único medio que permita a la técnica su auge y resuelva las prodigiosas dificultades que acumula”. Recientemente, se abrieron caminos para que las decisiones científicas no escapen más a los ciudadanos y los desarrollos tecnológicos se ajusten a las necesidades expresadas por la sociedad 20.

Resta ayudar a la sociedad a acabar con el mito del Progreso heredado del Iluminismo: le impide pensar que, incluso respecto de la ciencia y sus producciones, los hombres podrían ser libres e iguales.

Referencias

Sacerdote dominico, Giordano Bruno se opuso a la jerarquía eclesiástica en las cuestiones del dogma de la Trinidad. Abandonará los hábitos al iniciarse un proceso en su contra con el fin de declararlo hereje, en 1576.
El Consejo de Educación del Estado de Kansas aprobó sin embargo el 10 de noviembre pasado la aplicación de planes de estudio que cuestionan la teoría de la evolución y proponen cotejarla con la del “diseño inteligente” sobre el origen de la vida. La mayoría de los científicos, incluso religiosos, sostiene que esta oposición sólo existe en la imaginación de los creacionistas. Clarín, 10-11-05.
Biólogo soviético, Trofim Lysenko (1898-1976) multiplicó sus ataques contra la genética clásica y opuso “ciencia burguesa” (que estaría ligada a las prácticas del capitalismo) a “ciencia proletaria” (que se basaría en el materialismo dialéctico).
Michel Schiff, Un cas de censure dans la science, Albin Michel, París, 1994.
Serge Latouche, La méga machine, La Découverte, París, 2004.
Bernard Cassen, “Al servicio de la industria”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, febrero de 2003.
André Bellon, “Ciudadanos excluidos por la ciencia”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, junio de 2002.
“Le cardinal et l’athée”, Le Monde, 2-5-05.
“La maison brûle et nous regardons ailleurs…”, discurso de Jacques Chirac en la Cumbre de Desarrollo Sustentable, Johannesburgo, 2002.
“Les utopies technologiques: alibi politique, infantilisation du citoyen ou lendemains qui chantent “, Global Chance 20, Suresnes, febrero de 2005.
D. Nelkin y S. Lindee, La mystique de l’ADN, Belin, París, 1998.
Téléthon es una fundación cuyo objetivo es reunir fondos con fines benéficos, combinando programas de televisión con manifestaciones de solidaridad. La Asociación Francesa contra las Miopatías organiza Téléthon desde 1987 (n. de la r.).
Jornadas anuales organizadas en París por el Comité Consultivo Nacional de Ética para las Ciencias de la Vida y la Salud, 29-11-00.
Michel Onfray, Fééries anatomiques, Grasset, París, 2003.
Jacques Ellul, Le système technicien, Calmann-Levy, París, 1977.
Nota Nº 2 de la Fundación Ciencias Ciudadanas (FSC), París, octubre de 2004.
La Pierre de touche, Gallimard, “Folio-essais”, París, 1996.
Agrobiosciences, Castanet Tolosan (31), septiembre de 2004.
Le Monde, París, 19-3-1988.
Nota de la Fundación Ciencias Ciudadanas (FSC), octubre de 2004.

El original de este artículo de Jacgues Testart traducido al español por Gustavo Recalde fue publicado en la edición de diciembre de 2005 de Le Monde Diplomatique.

El texto fue tomado de http://www.insumisos.com/diplo/NODE/1393.HTM

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